Siempre soñó que surcaría la vida sobre la proa de un barco. Colgando justo de ese triángulo que se forma en la esquina.
Que nadaría con los delfines sobre una tortuga, hasta llegar a la arena blanca de una playa perdida. Allí pelearía contra los piratas que quisieran cortarle el pelo y bebería el ron de un árbol centenario.
Escalaría una montaña sagrada para darse cuenta que el cráter de un volcán la absorbía y era escupida en otra parte del mundo entre manglares y selva.
Que conocería a una ballena que le daría cobijo en los días de tormenta y le protegería de la lluvia.
Pero un día le empezó a picar la cabeza y notó que le salían escamas en las mejillas. Ya no podía saltar como antes y la vida se le atragantaba.
Pensó que su mundo se acababa cuando comenzaron a salirle bigotes y se le estrechó la nariz. Pero de pronto se dio cuenta que percibía los olores como nunca y que era capaz de correr como una cometa de colores.
Una vez conoció a un pato que antes había sido caracol y a un gallo que fue gusano en sus orígenes. Cantó con ellos los ritmos del mundo y bailaron subidos a un caballito de feria. También se cruzó con unos bandidos que intentaron robarle el sol pero huyeron despavoridos cuando sintieron los pinchazos de las púas.
Y al final, se enamoró hasta que los huesos se le quedaron huecos silbando una melodía de aguamarina. Su amor fue un colibrí que volaba entre sus orejas y le silbaba jugos de orquídeas salvajes.
Y con él subió a la proa de un barco, a la esquina que hay justo en la punta, para cabalgar la vida a su lado.